-«Trueno» salvó mi vida…,-dijo el afligido capataz cuando llegó al casco de la hacienda «La Soledad».
-Lamento mucho tu pérdida, Saúl. Ya sabes cómo apreciaba a ese caballo.
-Gracias, Don Melchor. Rayo era todo para mí; era más que un compañero, un amigo, casi casi un hermano…, y ahora ya no está. ¿Qué voy a hacer sin él?
-Bueno, bueno. No pasa nada. Ve a la caballeriza y toma el caballo que más te guste para que sigas haciendo tu trabajo.
El capataz se encaminó con paso lento al lugar que le había indicado el patrón. Conocía a todos los equinos del establo y sabía que ninguno de aquellos nobles animales tenían el brío, la fuerza, la belleza y la entereza de su fiel «Trueno».
No obstante, se sobrepuso a su tristeza. Abrió la rústica puerta de un corral y se dirigió a un pura sangre azabache que resopló nervioso.
-¡Ohhh!¡Quietooo!¡Oooooohhh!
El corcel pareció apaciguarse. Lentamente le colocó un bozal y lo jaló hacia afuera.
Montó en él y se fue a la labor a vigilar que los peones cumplieran con sus tareas.
Más tarde, en un promontorio que daba al maizal, se sentó y empezó a recordar los momentos más terribles de su vida.
Fue en el camino real, cuatro leguas antes de llegar al pueblo, cuando una banda de facinerosos le salió al paso.
Eran cinco cuatreros, todos ellos embozados. Uno llevaba una escopeta recortada y los otros traían revólveres Colt y Smith and Wesson los cuales brillaban siniestramente con el sol del atardecer.
-¡Danos todo lo que traes!-ordenó el que parecía el jefe.
-Saúl se apeó del caballo y empezó a descinchar. En las alforjas traía unos cuantos pesos de plata, varios billetes y un regalo que le había encargado el patrón para su hija menor.
Arrojó el bulto hacia el bandido que tenía más cerca y esperó que se fueran.
«Trueno» se mostraba nervioso, tal vez presintiendo un funesto desenlace.
-¡Dame las pistolas!-volvió a gritar el cabecilla con voz chillona.
Desarmado, se sintió tan desvalido como un niño pequeño. Sabía de la fama de esa gavilla a la que apodaban «Los Chacales».
Los sanguinarios sujetos no se conformaban con robar a los viajeros. Se habían granjeado una fama de asesinos sanguinarios, tal vez para sembrar el terror en la región.
-¡Híncate!-le ordenó el sujeto.
-No me haga nada…, ya le dí todo lo que traía. Por favor…, tengo una esposa e hijos,-suplicó Saúl.
De nada valieron sus palabras. Uno de los testaferros le colocó la escopeta en la cabeza y se dispuso a disparar.
Los demás se reían estruendosamente mientras que en los ojos del bandido brillaba una chispa homicida.
Inesperadamente, «Trueno» se levantó en sus cuartos traseros y se lanzó contra el asesino.
En apenas fracción de segundos logró asestarle en el cráneo una poderosa coz.
El individuo cayó pesadamente, aún borboteando la viscosa sangre. Sorprendidos, sus compañeros empuñaron sus armas y vaciaron la mortal carga sobre el cuerpo del caballo.
Sacando fuerzas no sé de dónde, «Trueno» llegó hasta donde se hallaba Saúl, aún hincado y con las manos sobre la nuca. Dos disparos más entraron dolorosamente en la carne del bruto, mientras empujaba a su amo para que subiera a su grupa.
Salió disparado del lugar, chorreando sangre.
Los bandoleros los siguieron a todo galope hasta el borde de una barranca.
«Trueno», en el último estertor de su vida, frenó violentamente para que Saúl cayera en un arbusto espeso que estaba ahí cerca.
Oculto, el caporal observó cómo el caballo se abalanzaba sobre los bandidos, y en un titánico choque, todos cayeron al despeñadero, rebotando grotescamente entre las rocas.
Ese fue el fin de «Trueno» y de la banda de «Los Chacales».
Por el acto de honor y sacrificio demostrado, «Trueno» llegó al cielo.
San Pedro le colocó unas amplias y brillantes alas sobre su albo lomo.
Saúl no lo sabe, pero su amigo lo observa todas las noches desde una estrella muy lejana, allá, en la constelación de Pegaso.